Autor: Enrique Darwin Caraballo
“Defender la alegría como una trinchera…de la ajada miseria y de los miserables”, escribía el poeta Mario Benedetti y musicalizaba Joan Manuel Serrat cuando expiraban los convulsos años ´70.
Cuán apropiados resultan estos inmortales versos cuando en plena pandemia aparecen algunas voces que piden, de forma simplista, que parte de los recursos administrados por el Ministerio de Educación se destinen a financiar la salud, los planes sociales y las unidades microeconómicas más afectadas por la COVID-19.
No hay duda de que las necesidades son múltiples. A los efectos directos de la enfermedad, que se ha cobrado la vida -al momento de escribir esta nota- de más de 376 mil personas, 502 de éstas en la República Dominicana, se suman los todavía inestimables efectos sobre la economía global y local (JHU CSSE, 2020). Efectivamente, hay acuerdo entre los organismos especializados para calificar a la recesión económica provocada por los efectos del coronavirus como la mayor de los últimos 100 años (CEPAL, 2020). Aunque, en este contexto, la República Dominicana aparece entre los países de la región cuyos efectos económicos en el corto plazo -aparentemente- son menos significativos, debido al dinamismo inercial que la economía arrastra. Sin embargo, luego de más de una década de bonanza y crecimiento sostenido, lo cierto es que la retracción del PIB será una realidad cada vez más difícil de evitar. Esto, en la medida que la enfermedad permanece y se extienden las medidas de excepción, las cuales tienen a los motores de la economía a mínimo poder o literalmente apagados, como ocurre con el caso del turismo.
Este impacto inesperado de la economía, de por sí tendrá un efecto directo en la asignación preliminar del presupuesto del MINERD que, como se sabe, recibe el 4% de PIB. EDUCA, en una reciente nota de trabajo, ha demostrado que el desempeño de la economía en el año 2020 a la luz de los efectos de la declaración de la pandemia, frente al presupuesto proyectado originalmente sufrirá una reducción que pudiera alcanzar hasta los 12,600 millones de pesos (EDUCA, 2020).
Asimismo, debe recordarse que la estructura del gasto del Ministerio de Educación es sumamente rígida, dado que el servicio educativo es esencialmente una sumatoria de gastos fijos y corrientes. Quienes argumentan que al avanzar en el cumplimiento del calendario de construcciones escolares se deberán liberar recursos, evidencian una ignorancia supina sobre las lógicas de funcionamiento del sistema educativo. En este, un nuevo edificio escolar se constituye en la principal unidad de gasto del sistema, cuyo costo de inversión se acumula en 24 meses de gastos corrientes (EDUCA 2016). Bien recuerda el Presidente de EDUCA, Samuel A. Conde, cuando indica que el presupuesto educativo es en esencia todo inversión aun cuando las formas de algunas de sus cuentas se contabilicen como gasto corriente o gastos de capital.
En particular, el promedio de gasto de personal docente, no docente, administrativo y jubilaciones y pensiones en los ejercicios 2018 y 2019, ascendió a 2.75% del Producto Interno Bruto (PIB). La alimentación escolar, a través de la cual el Ministerio entregó más de 4 millones de raciones diarias de almuerzos, desayunos y meriendas, consumió en promedio, en igual período, otros 0.64% del PIB. Los servicios básicos de centros educativos, regionales y distritos consumieron anualmente 0.1% PIB. Con estas cuentas que representan gastos fijos, y por tanto rígidos, se totalizó, en promedio, 3.3% del PIB. El restante 0.7% del PIB, se utiliza para financiar el presupuesto estratégico y operativo de las instancias esencialmente pedagógicas, incluyendo la protección y atención integral a la primera infancia, con 0.09% del PIB. También, los textos escolares, 0.01% del PIB. Así como, las transferencias a distritos, regionales, centros educativos públicos y cogestionados e instituciones de la sociedad civil que prestan diversos servicios al sistema, consumen otro 0.1% del PIB. Entre ellas, las universidades que apoyan los procesos de formación situada en la escuela, o el programa de inducción a la docencia, que ha sido recientemente premiado a nivel internacional por su relevancia y carácter innovador. Igualmente, se acumula algo más de 0.5% del PIB en inversión en educación física, los gastos operativos corrientes de los programas que cuentan con fondos de fuente externa, los gastos de funcionamiento del Instituto Nacional de Bienestar Magisterial (INABIMA) y del nivel central, entre otros. Así se llega a la rígida cifra del 3.53% del PIB, en promedio, para los dos últimos ejercicios fiscales. Por último, una cifra próxima al 0.3% del PIB se reservó, en promedio, para honrar los compromisos derivados del programa de obras escolares y otros bienes de capital (MINERD, 2020).
Como versa el refrán popular, nunca ha sido una buena idea, desvestir a un Santo para vestir a otro. Pero, peor aún, suponer que es oportuno transferir recursos entre educación y salud conducen a un falso dilema. ¿No es acaso, la educación una de las mejores políticas con que cuentan los gobiernos para organizar a la población, seguir protocolos, respetar reglas por su seguridad y las de sus vecinos y adoptar normas de higiene y profilaxis fundamentales bajo la amenaza de la Covid-19? ¿No es ahora, cuando se echa de menos contar con científicos y especialistas capaces de contribuir a desarrollar vacunas, tratamientos o protocolos de conducta efectivos para mitigar los efectos de la enfermedad? ¿Constituye acaso una casualidad que, en América Latina, los países que mejor pudieron prepararse ante la inminente llegada de la enfermedad fueran Costa Rica y Uruguay, que también están a la vanguardia en la región en sistemas de salud y educación inclusivos?
Está claro, que el simple hecho de transferir recursos de uno a otro sector no solo no contribuirá a resolver el problema sanitario, sino muy probablemente contribuirá a agravarlo. La educación constituye también una red de contención social capaz de amortiguar los efectos de esta crisis. Por ejemplo, en aspectos tan elementales como la alimentación escolar, que por cierto continuó y aumentó el MINERD, demostrando comprender el sentido de emergencia y la dimensión humana y social que representa la educación. También la contención emocional y humana que los educadores dominicanos han sabido llevar a familias y estudiantes en momentos en que la enfermedad cobra vidas y empleos en sus familias.
Se abre en cambio, la oportunidad para repensar la inversión en educación y salud que hacen los Estados. Tal vez, esta situación esté demostrando que la asignación presupuestal por sectores ha quedado obsoleta y responde a una sociedad que ya no es. Pero, esto es materia de otra Nota de Trabajo.
Estamos frente a una verdadera encrucijada. Son momentos regidos por la incertidumbre. En tiempos como estos, de duda y confusión, el mandato es apegarse a los principios. Por eso hay que blindar a la educación. Por eso hay que defenderla como trinchera frente a los falsos dilemas. También de los graves diagnósticos; de los males endémicos y de los académicos; del rufián caballero y de los oportunistas. Defenderla, como una certidumbre al igual que a la alegría.