Nota de trabajo #71: Senado Dominicano parece inspirarse en Diocleciano: Los honorables miembros de la Cámara Alta desconocen 45 siglos de evidencia empírica

Por Darwin Caraballo

Desde que el mundo es mundo, los gobernantes de turno se han visto tentados a controlar las economías. Los servidores públicos de todas las épocas, a veces guiados por la mejor de las intenciones, han expresado una reiterada vocación por controlar los precios de algunos bienes y servicios que consideran deben ser ofrecidos a valores justos. Sienten que es su deber como gobernantes, y, por supuesto, sobre estiman su capacidad para controlar ciertas fuerzas naturales que rigen la economía, similar a como las leyes de la naturaleza rigen la física, la química o la biología.

El proyecto de Ley que elimina el pago de la reinscripción de los colegios privados presentado por el Senador Héctor “El Torito” Acosta de la provincia Monseñor Nouel, que fue aprobado en primera lectura por el Senado de la República este martes 18 de mayo, se enmarca en estas viejas tradiciones. No hay nada de novedoso en esta iniciativa. Nada en el campo de las ideas. Menos todavía en el terreno de las buenas intenciones políticas; y como dijo San Bernardo de Claraval «El infierno está lleno de buenas voluntades o deseos».

Diocleciano experimentó en propia piel esta máxima, 700 años antes que San Bernardo y 1720 antes que lo advierta “El Torito”.

Corría el año 284 de nuestra era, y el imperio romano se desmoronaba de forma vertiginosa. Más de medio siglo de reiteradas crisis sociales y económicas derivaron en una caótica situación del sistema de precios, pérdida del valor de la moneda, y un retorno parcial al trueque como forma de intercambio.  Sin sistema monetario y con el comercio paralizado, la actividad económica se redujo considerablemente. Esta situación condujo a una caída de los sectores patricios y medios, otrora pujantes de la sociedad romana, que se vieron obligados a reducir sus niveles de consumo considerablemente; mientras tanto, quienes se dedicaban a las artes y oficios descendieron a niveles de servidumbre (Mitchel, H; 1947).

Diocleciano, que tenía las mismas buenas intenciones que el Senador de la Provincia Monseñor Nouel, pretendió poner orden y velar por el bien común, controlando los precios de múltiples productos, bienes y servicios. Su Edicto, parece reproducir la filosofía del Senador Acosta respecto de algunos agentes económicos y el rol del Estado “(para frenar) la furiosa e ilimitada avaricia (…) nos corresponde a nosotros, que somos los padres custodios de toda la raza humana que la justicia se presente como árbitro, de forma que el resultado tan esperado, que la humanidad no puede lograr por sí misma, pueda, mediante los remedios que nuestra providencia sugiere, contribuir hacia el mejoramiento de todos.”(Schuettinger- Butler; 1979)

Acorde a aquellos tiempos de barbarie, Diocleciano no se contentó solamente con el fundamento intelectual y argumentativo. Fijó precios máximos y prescribió la pena de muerte para todo aquel que osara incumplir con la voluntad del emperador.

¿El lector puede intuir el resultado?  En efecto. El fracaso fue rotundo y Diocleciano obligado a abdicar 4 años después de emitir su clásico Edicto. ¿Se preguntarán por qué fracasó? Pues, Lanctatius, el famoso historiador holandés de finales del siglo XVII lo explicó magistralmente “… entonces se puso a regular los precios de todas las cosas vendibles. Hubo mucha sangre derramada sobre cuentas triviales e insignificantes; y la gente no llevó más provisiones al mercado, ya que no podían obtener un precio razonable por ellas y eso incrementaba la escasez tanto, que luego de que varios hubieran muerto por ella, fue dejada de lado”. (Lanctatios, 1647)

Siglos más tarde, las críticas que llovieron sobre Diocleciano se relacionan con la poca consideración que tuvo sobre los antecedentes previo a tomar una decisión de esta naturaleza, dado que estos intentos fallidos de control de precios y de intervención en la economía habían ocurrido una y otra vez en la historia. Ocurrió en la Grecia de Aristóteles con el fracaso rotundo de los Sitophylakes, una suerte de inspectores de granos que vigilaban los precios. En la India, cuando mucho antes que Machiavelo, en el Arthastra ya se daban consejos a los príncipes para el control de precios y protección contra los mercaderes. También en la China confuciana en el 552 AC, la Babilonia del 2000 AC en el propio código de Hammurabí, en la Sumeria del 2350 AC, y hasta en la quinta dinastía del Egipto faraónico hace más de 4370 años. (Schuettinger- Butler; 1979).

De modo que ocurrió mucho antes de Diocleciano. Y siguió ocurriendo una y otra vez en el tiempo. En la Inglaterra de Enrique III, en las Colonias de Nueva Inglaterra, en la Francia revolucionaria de la igualdad, la fraternidad y la solidaridad (y también del terror). En los Estados Confederados durante la guerra civil americana, en la Europa de posguerra mundiales (Schuettinger- Butler; 1979). En América Latina estos ejemplos abundan durante toda su historia y en la extensión de su vasta geografía, con la Argentina peronista, la Cuba castrista, o la Venezuela chavista, como mayores exponentes del fracaso estrepitoso de medidas en la misma dirección que el famoso Edicto.

Con tanta y abrumadora evidencia empírica, se puede inferir casi con certeza la suerte que tendrá la iniciativa del Senador Acosta. Para Diocleciano antes y para el Senador Acosta ahora, bien pudiera aplicarse el viejo refrán de “quien no conoce la historia está condenado a repetirla.” Controlar los precios en una economía y esperar que funcione, es lo mismo que intentar saltar de un 8vo. piso pensando en flotar, por el simple hecho que una Ley o un Decreto así lo dictamine. Simplemente no funciona.

Cabe la pregunta entonces, ¿por qué los gobernantes caen una y otra vez en la misma trampa? Está claro que las leyes de la economía no se perciben de la misma forma que las de la física, la química o la biología, como bien lo demuestra el pensador contemporáneo Ray Dalio (Dalio, 2017). Pero también porque hay dos razones que los hacedores de política rara vez tienen en cuenta. En primer lugar, comprender cabalmente que es un precio; en segundo término, cómo se fijan los precios de un bien, producto o servicio en una economía.

El precio de un bien o servicio en una economía es la expresión cuantitativa, fijada en una unidad de medida o moneda, para facilitar el intercambio de los derechos de propiedad sobre esos bienes y servicios. Así, fruto de mi trabajo o mis rentas puedo acumular en una moneda potenciales derechos de propiedad de otros agentes que están dispuestos a cederlos a cambio de esa moneda, que les permitirá a su vez pagar por otros derechos de propiedad adquiridos previamente o por adquirir.

En segundo término, la literatura especializada identifica distintas formas de fijar el precio de un bien, producto o servicio en una economía. (Philip Kotler, 2001; Kotabe Hel, Helsen 2001; Mejía C 2005). Sin embargo, los diferentes métodos funcionan, si y solo sí, hay agentes que están dispuestos a vender a un determinado precio su producto, bien o servicio, y otros dispuestos a comprarlos al precio fijado. En definitiva, en la medida que se trata de transferir derechos de propiedad voluntariamente, son solo los individuos libres operando en un espacio que por comodidad llamamos mercado, quienes buscan ofrecer y adquirir bienes de calidad a un mejor precio. Un espacio que nada tiene de divinidad, cómo erraba Eduardo Galeano, y que no necesariamente actúa por la avaricia de algunos o la conspiración de otros.

En el caso particular del proyecto de Ley que parece prosperar, más que acusar a los colegios de “encañonar” a las familias, o calificarlos como “inhumanos e indolentes”, según se le atribuye al Senador Acosta[1], parece más preciso acusarlos de ser demasiado honestos y transparentes con sus políticas de fijación de precios. Porque ahora estos, al verse imposibilitados legalmente de cobrar y recibir los recursos por preinscripciones, tendrán que trasladar esos valores o costos al precio de la matrícula o al de otros bienes y servicios ofrecidos por la institución; y los padres de familia continuarán teniendo la libertad de aceptar, o no, el intercambio de los derechos de propiedad en los términos establecidos, o bien optar por cambiar a sus hijos de colegio.

Se podrá contra argumentar que la educación constituye un servicio inelástico a las variaciones de precio. Es decir que, por comodidad, conveniencia, o el no afectar el esquema de relaciones de los estudiantes, las familias no se salen con facilidad de un centro educativo, y por tanto a nivel agregado demandan servicios por educación privada, con nula o escasa variación ante cambios en los precios. Pues ahí está la solución.  Para que el precio de los servicios privados educativos se reduzca, desde el Estado se puede fomentar y aumentar la competencia. Sobre todo, ofreciendo servicios de educación pública de elevada calidad, que no sean solo para personas sin capacidad de pago, sino para todos aquellos ciudadanos del país sin importar su origen o condición económica.

Si los honorables Senadores quieren y pretenden bajar el precio de los servicios educativos del sector privado, lamento desilusionarlo querido Senador Acosta o matarle el gallo en la funda, pero solo existe una forma. Los esfuerzos tendrán que enfocarse en mejorar la calidad de la educación pública, para que menos familias tengan que hacer el sacrificio de enviar a sus hijos a la educación privada. Así como en Finlandia, donde la educación privada es prácticamente inexistente. Son 45 siglos de evidencia que respaldan esta afirmación. Suman demasiadas pruebas para creer que en este caso los resultados puedan ser diferentes. Sería bueno tenerlo presente para no correr la misma suerte que Diocleciano.

Referencias:
  • Michell, “The Edict of Diocletian: A Study of Price Fixing in the Roman Empire”, The Canadian Journal of Economics and Policital Science, febrero de 1947, pág. 3, citado por Schuettinger-Butler en obra referenciada.
  • C.F. Lactantius, A Relation of the Death of the Primitive Persecutors, traducido por Gilbert Burnet (Amsterdam, 1697) págs. 67-68. citado por Schuettinger-Butler en obra referenciada.
  • Masaaki (Mike) KotabeKristiaan Helsen, Global Marketing Management, 7th Edition, 2016
  • Mejía, C. (2005). Métodos para la determinación del precio. La estrategia del conocimiento. Colombia: Documentos Planning.
  • Phikip Toler, Kotler on Marketing, (2001)
  • Ray Dalio, Productivity and Structural Reform: Why Countries Succeed & Fail, and What Should Be Done So Failing Countries Succeed 2017
  • Robert Schuettinger and Eamon, Butler Forty Centuries of Wage and Price Controls, 1979.
  • Roland Kent, “The Edict of Diocletian Fixing Máximum Prices”, The University of’Pennsylvunia Law Review, 1920, pág. 37. citado por Schuettinger-Butler en obra referenciad.

[1] Diario Libre, edición del 3 de marzo de 2021. Véase en https://www.diariolibre.com/revista/cultura/hector-acosta-somete-proyecto-para-eliminar-costo-de-reinscripcion-en-colegios-CE24752123

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